se aprende menos de lo que se ignora (…)
El tiempo me enseñó que desconfiara
de lo que el mismo tiempo me ha enseñado.
Por eso a veces tengo la esperanza
que el tiempo pueda estar equivocado.
El tiempo me ha mostrado que, a pesar de todo y de todos, de los vientos de proa y de los palos en la rueda, los bibliotecarios y sus bibliotecas suelen salir adelante de las muchas situaciones conflictivas y complicadas a las que deben enfrentarse. A veces, con soluciones más que originales; otras, no tanto. Y, en general, con muchísimo sacrificio y esfuerzo.
He visto bibliotecas convertidas en comedores y centros culturales, y a otras editar sus propios libros caseros, hechos con cartones reciclados. Las he visto organizar rifas para recaudar fondos, o apoyarse en artistas locales para realizar conciertos, exposiciones o subastas con el mismo fin. Las he visto incorporar(se) a asociaciones comunitarias y ciudadanas para enriquecer sus actividades y ser más útiles a su gente, e involucrar a sus usuarios (que no «clientes») en la reconstrucción de una pared o en la pintura de un techo. Las he visto salir a dar la cara por su comunidad en conflictos muy serios, y servir de refugio en tiempos difíciles. Las he visto alzarse como faros, y zambullirse en las trincheras de la resistencia ciudadana.
Nada de eso viene escrito en los manuales académicos, nada de eso está en las guías de acción y en las recomendaciones internacionales. De eso no se ha hablado, de eso no ha habido que preocuparse, porque al parecer eso no ha sido asunto de las bibliotecas (cosas de la famosa «neutralidad», o de esa «torre de marfil» tantas veces mencionada y pocas veces combatida). O porque se dice que pocas veces se llega a semejantes situaciones.
Hasta que se llega.
He visto bibliotecas que no se resignaron a morir y se convirtieron en una bolsa que viajaba de puerta en puerta o de escuela en escuela, del hombro de una bibliotecaria sin casa (y sin salario). He visto mil y una formas de salir al paso de las crisis, de enfrentar los inconvenientes y desafíos, de plantarles cara y, en muchos casos, de darles la vuelta y salir fortalecidos. Lo he visto en bibliotecas pequeñas. Y en bibliotecas muy grandes. Porque el tamaño, los grandes nombres y las importantes instituciones auspiciadoras no salvan a nadie de la caída. Pueden retrasarla, nomás.
Lo curioso del caso es que los bibliotecarios de hoy no hemos inventado nada nuevo. Basta con sentarse a hablar con algún colega entrado en años para oír toda clase de historias de supervivencia: por ejemplo, anécdotas de fichas catalográficas escritas a mano en cartulinas recortadas de cajas de zapatos y de libros reparados con engrudo de harina y agua para que soportaran una lectura más… Ellos, a su vez, ya habían escuchado historias similares de sus predecesores (y aprendido sus lecciones). Todas esas experiencias nos muestran que, desde hace décadas, hay una enorme brecha entre la bibliotecología real y cotidiana y la que enseñan profesores, artículos, conferencias y libros. La bibliotecología académica, técnica y administrativa nos proporciona algunas herramientas (válidas y valiosas, por supuesto); lo demás, que suele ser lo más necesario, nos toca aprenderlo por nuestra cuenta y riesgo. O inventarlo, si aún no existe. O recibirlo de otros que ya lo hayan creado y probado, a través de canales «informales».
Llegados a este punto, surge la gran duda: si la bibliotecología, la biblioteconomía y demás disciplinas del conocimiento y el patrimonio nos enseñan poco de la práctica y la vida real de un bibliotecario, pues somos nosotros los que hacemos nuestro camino al andar, compartimos nuestras ideas y experiencias y desarrollamos nuevas posibilidades… ¿para qué nos sirven, tal y como están?
¿No sería tiempo de comenzar a cambiarlas, a deconstruirlas y reconstruirlas o, por lo menos, a debatirlas seriamente, a enriquecerlas, a torcerles el rumbo hacia otros horizontes? ¿No sería momento de poner en jaque determinadas posiciones y afirmaciones, de desafiar las definiciones actuales, de construir teoría y métodos desde nuestras propias perspectivas y experiencias, de volcar nuestros aprendizajes (éxitos y derrotas por igual) en estructuras más o menos sólidas y coherentes que permitan que las generaciones venideras no se encuentren a sí mismas tan huérfanas de categorías e ideas cuando se ubiquen al frente de cualquier institución de gestión de saberes y memorias?
Por mucho sentido común que tales preguntas parezcan albergar, dudo que vayan a recibir algún tipo de respuesta en el futuro cercano. Detecto una rigidez empedernida en los esquemas actuales de nuestras disciplinas, amparada por ciertos academicismos especializados, por ciertos estatus que no se resignan a ceder su sitio… Y, por qué no decirlo, por ciertas tendencias ideológicas que prefieren persistir y refugiarse en un puñado de afirmaciones anquilosadas a abrirse a hechos que están ocurriendo a nuestro alrededor (incluso en nuestras propias manos): hechos que hablan a las claras de la necesidad de cambio, de la urgencia de re-pensar lo que hacemos y, sobre todo, de cómo, por qué y para qué lo hacemos.
A pesar de ello, de esta notoria falta de flexibilidad en nuestro pequeño gran universo profesional y académico, sé que hay corrientes de pensamiento y acción que se han puesto en movimiento. Muchas veces lo hacen en los que yo llamo «los márgenes», esa maravillosa e inspiradora red de caminos «al costado del mundo» en donde está permitido experimentar, caer y volverse a levantar una y mil veces, y crear perspectivas nuevas (o retomar las viejas con otra mirada, innovando). Creo firmemente que, en ese contexto, no estaría de más registrar, organizar, visibilizar y divulgar nuestras experiencias. Porque, al fin y al cabo, es la información que más necesitamos, la que más nos cuesta aprender y la que menos accesible está.
Nos toca saber, entonces, que más allá del siguiente manifiesto, de la próxima mesa de trabajo, de las futuras «recomendaciones para…» o del top-ten de herramientas digitales del mes que viene, nosotros tenemos mucho que hacer… para aprender más de lo que ignoramos.
Y, como decía la canción, para no darle al tiempo la oportunidad de que pase en vano.
Lecturas
1. Civallero, Edgardo (2016). La bibliotecología social está en la calle.
2. Lopera Lopera, Luis Hernando (2002). Una ética bibliotecológica para afrontar los retos de nuestro tiempo.
3. Pateman, J.; Vincent, J. (2016). Public libraries and social justice. London: Routledge.
4. Roberto, K.; West, J. (eds.). (2003). Revolting librarians redux: Radical librarians speak out. Jefferson: McFarland & Co.
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Licenciado en Bibliotecología y Documentación por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Ha trabajado en el desarrollo de bibliotecas en comunidades indígenas sudamericanas, recuperando tradición oral y lenguas amenazadas. También se ha desempeñado como docente, investigador académico, conferencista y escritor. Más artículos del autor en su web personal: www.edgardocivallero.com
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Edgardo Civallerohttps://www.revistaotlet.com/author/edgardo_civallero/
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Gracias Edgardo por movernos las estanterías y por escuchar los músicos de nuestro paisito. Abrazo desde Uruguay
A vos por leerme, Magela. Saludos desde el norte de nuestra tierrita
Leí tu articulo… Tan cercano a nuestra realidad y tan lejos de quienes toman decisiones detrás de un escritorio. Estamos solos frente a la trinchera de la realidad diaria, muy bueno tu artículo.