Ocurrió hace varios años, durante una conferencia internacional sobre bibliotecas y sostenibilidad, en la que presenté una ponencia sobre decrecimiento. Las caras de los asistentes expresaban claramente el sentimiento general: ¿estaba loco, o qué?
Después de mi presentación, y durante la sesión de preguntas y respuestas ―durante la cual debí soportar una verdadera tormenta de críticas―, alguien me preguntó si realmente creía en lo que estaba diciendo. En su opinión, desde el principio de su historia, el único deseo de las bibliotecas era crecer, ser lo más grandes posible, tener todo el conocimiento posible dentro de ellas… De ahí que hablar de decrecimiento fuera una estupidez, simple y llana.
Viniendo de Sudamérica, no podía estar más en desacuerdo. En mi mundo, las bibliotecas sólo podían soñar con crecer eternamente: los límites impuestos por la realidad socioeconómica lo impedían sistemáticamente. Ignorar esos límites no traería resultados diferentes: sólo problemas y decepción.
Caminando de vuelta a mi hotel tras el evento, me pregunté si esa obstinada insistencia en ignorar la realidad (y los límites) no estaría en la base misma de nuestros actuales problemas globales en relación con el medio ambiente y nuestra supervivencia como especie. A fin de cuentas, pensé, intentar tapar el sol con un dedo es un rasgo muy humano.
Aunque sepamos que el sol sigue ahí.
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Si bien, por diversas razones, los humanos han decidido ignorarlos, la Tierra tiene límites claros.
Límites biofísicos. Líneas rojas que no deben cruzarse.
Entre otras muchas cosas, esos límites permiten al planeta suministrar recursos a la actividad humana y absorber sus residuos. Si se sobrepasan esos límites, la capacidad de la Tierra para mantener un equilibrio natural y global y el funcionamiento de todos sus sistemas está abocada al colapso.
Por lo tanto, el crecimiento humano exponencial que cruza las «líneas rojas» hace que se sobrepase la capacidad de la biosfera para sostener nuestras actividades ―y todas las demás actividades biológicas― y coloca a la humanidad (y a todos los demás a bordo de este barco) en rumbo de colisión con la realidad biofísica.
Eso es exactamente lo que estamos viviendo ahora. Llámese Antropoceno o Capitaloceno, crisis medioambiental o Sexta Extinción Masiva, Cambio Climático o Ragnarok: nosotros (y el resto de los seres vivos del planeta, gracias a nosotros) estamos sufriendo las consecuencias de un crecimiento incontrolado, descontrolado y sin oposición.
También conocido como «progreso» o «desarrollo».
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En términos generales, a lo largo de su historia los seres humanos siempre fueron conscientes de los límites biofísicos y de la imperiosa necesidad de respetarlos y proteger los recursos existentes: al fin y al cabo, de ello dependía su vida. Y no sólo la suya, sino también la de sus compañeros de viaje, con los que están estrechamente ligados a través de una intrincada red de relaciones que vincula a cada uno de los miembros de todos los sistemas naturales. Pues el mundo es un tejido en el que todos los hilos son igual de importantes: si uno de ellos se deshace o desaparece, el resto no tardará en seguirle.
Sin embargo, a partir de un determinado momento, algunas sociedades empezaron a considerarse independientes de esa entidad abstracta llamada «Naturaleza». Consideraban que el ser humano podía manejar su entorno a su conveniencia, usándolo y abusando de él en su beneficio y provecho. Esa postura fue apoyada por algunas religiones en las que los humanos eran vistos como «Reyes de la Creación». Mucho más tarde, los avances del conocimiento científico siguieron alimentando y reforzando la idea de la humanidad como especie superior y única, dueña y señora de todo. Pocos se dieron cuenta de que el ser humano no es el tejedor, sino un hilo más del tejido.
La Revolución Industrial y el posterior auge de las economías capitalistas ―que requerían ingentes cantidades de recursos naturales para alimentar la cadena de producción que engrasaba los engranajes del mercado― reforzaron el abuso. Todo el planeta fue explorado, cartografiado, colonizado, evaluado por su potencial interés económico y explotado. Pocos límites se respetaron, pocos valores o principios éticos se tuvieron en cuenta: uno tras otro, fueron despreciados en nombre del progreso y el desarrollo.
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Los problemas causados por la explotación humana de la naturaleza empezaron a abordarse abiertamente en la segunda mitad del siglo pasado, con Primavera silenciosa (Rachel Carson, 1962) como uno de los escritos fundamentales sobre temas medioambientales.
Un número cada vez mayor de investigaciones y estudios académicos empezaron a respaldar la idea de que las sociedades humanas estaban degradando, desestabilizando, perturbando y agotando los sistemas naturales. Nuevos términos se abrieron paso en el discurso dominante, como «conservacionismo», «ecología» y «ambientalismo».
Y, poco después, «economía verde», «sostenibilidad» y «desarrollo sostenible».
Este último concepto llamó mucho la atención. En realidad, aún lo hace, como demuestran los omnipresentes Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. Y ha sido fuertemente cuestionado: el enfoque principal de la idea de «desarrollo sostenible» gira en torno a la prevención del fracaso del sistema económico, al tiempo que permite el greenwashing de las políticas de business-as-usual. En lugar de abordar las causas de la actual crisis socioecológica, las soluciones propuestas por la sostenibilidad son respuestas provisionales destinadas a mitigar los efectos de la economía dominante, o a reducir su impacto.
Las medidas adoptadas fueron en gran medida inadecuadas desde el principio, y al final resultaron ineficaces: en lugar de detener o invertir la tendencia, tuvieron el efecto aparentemente paradójico de acelerarla. De hecho, la llamada «Gran Aceleración» de la actividad humana (desde el inicio de la Revolución Industrial hasta nuestros días) demuestra que la Tierra ha entrado en una nueva época geológica: el llamado Antropoceno.
En respuesta a esta compleja y urgente situación, hoy en día han surgido diversos enfoques. El negacionismo, el wishful thinking y la continuidad son, huelga decirlo, los más populares. El minimalismo está ganando terreno: aprender a llevar una vida más sencilla, a vivir con menos.
Y luego está el decrecimiento.
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Si las bibliotecas buscan colaborar con las comunidades en la lucha contra el cambio climático, la contaminación, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales, el empobrecimiento biótico, o la actual extinción masiva de especies, y todas sus múltiples consecuencias sociales ―por nombrar sólo algunos aspectos de la actual crisis socioecológica―, deberían comprometerse y contribuir activamente al debate sobre el decrecimiento.
Y deberían hacerlo por partida doble. Por un lado, decreciendo ellas mismas, es decir, reduciendo su consumo de energía en un mercado intensivo en información y tecnología, revisando sus prácticas y políticas, y analizando a qué y a quién están apoyando con sus compras. Y, por otro lado, ayudando a sus comunidades a hacer posible la (urgente) transición hacia el decrecimiento, lo que, entre otras muchas posibilidades, significa proporcionar información, crear espacios para el aprendizaje y el trabajo en colaboración, y fomentar el pensamiento crítico y el necesario debate sobre los retos que tenemos por delante.
Los problemas a los que se enfrentan los habitantes del planeta ―todos los seres vivos, humanos y no humanos― están fuera de cualquier duda: son demasiado evidentes como para intentar ocultarlos o enmascararlos y mucho menos negarlos. Las bibliotecas no son ajenas a esa situación, y acabarán sufriendo sus efectos tanto como el resto del mundo. Afortunadamente, disponen de las herramientas, las competencias y los conocimientos necesarios para contribuir con sus esfuerzos al proceso de transición hacia sociedades capaces de vivir dentro de unos límites planetarios finitos.
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Nota del autor
¿Creo verdadera y completamente en la idea del «decrecimiento», tal y como la presentan los autores actuales? No. Tengo mis reservas y mi dosis justa de crítica: el clasismo y el eurocentrismo son algunos de los problemas que opino que hay que revisar dentro de ese movimiento. Sin embargo, creo que hay que hacer algo urgentemente con respecto a nuestro planeta y nuestro futuro, y que el business-as-usual, protegido por la cómoda idea del «desarrollo sostenible», no puede continuar por más tiempo.
Encuentro en el decrecimiento un buen punto de partida para la discusión, el pensamiento crítico y el debate comunitario. Y creo que las bibliotecas son el mejor lugar para iniciar y alimentar este proceso.
Una lista bibliográfica básica
Civallero, Edgardo (2017). Bibliotecas, sostenibilidad y decrecimiento. [Traducción, en forme de pre-print, del artículo publicado en Progressive Librarian, 45, 2016, pp. 20-45].
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Hickel, Jason (2021). Less is more: How degrowth will save the world. [N.d.]: Windmill Books.
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Le Guin, Ursula K. (1989). Dancing at the Edge of the World: Thoughts on Words, Women, Places. Nueva York: Grove Press.
Liegey, Vicent; Nelson, Anitra (2020). Exploring degrowth: A critical guide. [N.d.]: Pluto Press.
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Schmelzer, Matthias; Vetter, Andrea; Vansintjan, Aaron (2022). The future is degrowth: A guide to a world beyond capitalism. [N.d.]: Verso Books.
Stuart, Diana; Gunderson, Ryan; Petersen, Brian (2021). The degrowth alternative: A path to address our environmental crisis? New York, London: Routledge.
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Licenciado en Bibliotecología y Documentación por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Ha trabajado en el desarrollo de bibliotecas en comunidades indígenas sudamericanas, recuperando tradición oral y lenguas amenazadas. También se ha desempeñado como docente, investigador académico, conferencista y escritor. Más artículos del autor en su web personal: www.edgardocivallero.com