
¿Recuerda usted la biblioteca de su colegio? ¿Cómo era el bibliotecario o bibliotecaria? ¿Sintió miedo de pedir prestado un libro? ¿Qué esperaba encontrar? Moisés Azaña nos cuenta la anécdota de un niño en un colegio estatal.
❧ ☙
En mi colegio de primaria había una biblioteca a la que nadie ingresaba, salvo la bibliotecaria, mujer que en lugar de animarnos, espantaba. A veces la veía barriendo las carpetas vacías o desempolvando las gruesas portadas con un trapo, pero la mayor parte del tiempo se encontraba sentada en el escritorio esperando que suene el timbre para que vuelva a su casa donde, de seguro, no contaba siquiera con un libro.
Para ingresar se requería un carné; para conseguirlo se necesitaba una foto y la firma del padre; para alcanzar la foto y la firma del padre había que… Esta serie de papeleos siempre me pareció un obstáculo gigantesco. A la hora del recreo veía las obras a lo lejos a través de las grandes ventanas solo porque no contaba con el bendito carné. Así pasé (pasamos) más tiempo jugando fútbol en la losa con una pelota de piedra antes que descubriendo lo que realmente había dentro de esas tapas duras.
Yo por entonces consideraba que en una biblioteca podía indagar acerca del inicio del mundo y allí estaría, podía buscar acerca de quién fue el primer hombre y allí estaría, podía averiguar acerca de los primeros elefantes y allí estaría. Lo primero que pensé fue que pediría sobre los padres de Dios. Quería saber quiénes lo habían creado, sobre todo quería conocer a sus abuelos, pues yo no había conocido a ninguno de los míos, lo más cercano eran las historias que me habían contado mis padres y por allí unas fotos borrosas que descubrí en uno de sus roperos.

Cuando por fin obtuve el carné y llegó el momento de sacar el primer libro, me hallé con dos dificultades: primero, el rostro de la mujer que aparentaba un iracundo poto estreñido y, segundo, mi maldita timidez. La bibliotecaria representaba bien su papel de adulto que odia a su propia infancia y, como reflejo, a todos los que la encarnáramos. No digo que se convertía en un ogro si descubría a un niño dormido con los mocos sobre las frases ingeniosas de los hidalgos; ogro era todo el tiempo. Fue por esta razón que en algún momento de pequeño asocié las bibliotecas de colegio a un sitio terrible; prefería leer en casa, por más que allí no contaba con los libros de todo el planeta y por más que en casa seguiría sin descubrir quiénes eran los abuelos de Dios.
Bien, ya ha llegado la hora, ingresemos a la biblioteca de mi cole por más que sienta pavor. Desde la puerta la vemos sentada en su omnipotente perímetro cumpliendo de forma estelar su función de adulto frustrado que odia el mundo, en firme posición de No entres aquí, maldito niño arruinador de mis instantes. Doy mis primeros pasos, pasos muy lentos, pero consigo traspasar la puerta. La primera meta ya ha sido cumplida, la segunda es alcanzar su elevado escritorio coronado de cuadernos, lapiceros y portafotos, pero me detengo.
No puedo creerlo, estoy adentro con una emoción que me sobrepasa, me doy cuenta de que nunca había estado en un lugar con tantos libros, siento una fascinación que jamás antes he sentido, me lleno de gozo, mi pequeño cuerpo de siete años empieza a elevarse, el presente se acaba y la bibliotecaria con gesto de inodoro antes de jalar la palanca desaparece, todo se convierte en uno. Me encuentro en el sitio donde se halla el conocimiento total de la historia de todos los hombres, el espacio donde está el origen del mundo y el conocimiento del porvenir, aquí puedo rastrear mi historia y lo que sucederá con la humanidad. Ahora sé que la resurrección sí existe y lleva el nombre de libro.

Doy unos pasos más, me acerco, y no importa si la señora parece a punto de gritar o vomitar, no importa si se acaba el universo en este preciso instante, me encuentro en la biblioteca de mi colegio estatal de primaria, llevo puesto mi pantalón gris y mi camisa blanca con su insignia de la Cruz Roja (3094-1) que me cuelga en el pecho, me detengo frente a ese escritorio marrón de madera y desde allí pido mi primer libro sin saber que este es el inicio de una larga y muy dichosa aventura que hoy todavía persiste. Ahora lo sé, la biblioteca es solo para valientes, no cualquiera se atreve a leer y transformar su existencia. Es como si la vida empezara por aquí. La verdadera resurrección se da en un libro.
❧ ☙
Artículos relacionados
Filósofo terapeuta, poeta, escritor e indocente. Estudió Filosofía, Literatura y maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente estudia Psicología. El 2013, con DOMUS, obtuvo el Primer Premio de Poesía Javier Heraud y, con INFARTO AZUL, el Premio César Vallejo. El mismo año, Premio de Narrativa de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM con su cuentario inédito Gastronomía peruana. El 2014, Premio Nacional de Poesía. El 2016, ganó el Primer Slam de Poesía Oral del Perú. Y el 2020 fue considerado entre los 50 mejores escritores de la década. Ha publicado DOMUS, DESCOMPOSICIONES, fragmentos de INFARTO AZUL y de MÁQUINA DE ESCRIBIR, asimismo, ha participado en distintos festivales, a nivel americano y europeo, y parte de su obra ha sido divulgada en medios nacionales e internacionales. Espera pronto publicar SALA DE PARTOS. Último de 24 hermanos, pueden hallarlo jugando con su guacamayo Loli y sus gatos Suqu y K’uychi, o contactarlo por su escritura en https://web.facebook.com/poesofia.ma/, en Instagram como @poesofia.ma , por YouTube en Mi Canto Exiliado o su WhatsApp 997 416 498 https://cutt.ly/TallerEscritura Todo lo hace por amor y en agradecimiento a Emilio Azaña Lezama y a Enriqueta Ortega Albújar, los faroles de su divino camino.